Nos volvimos fanáticos del rock. Empezamos a beber en la calle. Conquistamos el centro, que era una versión miniatura del mundo. Nuestros padres no sabían que hacer con nosotros. Algunos dejamos de cortarnos el pelo. Algunos nos rapamos las sienes. Algunos nos dibujamos imagenes obscenas en las poleras. Algunos quemamos cabezas de chancho en los potreros e invocamos al diablo. Fuimos a recitales de rock satánico en gimnasios y canchas, en centros vecinales decorados con guirnaldas que servian para bautizos y matrimonios. Dibujamos calaveras en nuestros cuadernos de colegio. Nos vestimos con ropa usada y botas de seguridad de punta de fierro. Llenamos nuestras chaquetas con parches. Empezamos a creer en el diablo o en la nada, en las plegarias sobre el apocalipsis de las canciones de bandas de death metal, en la idea de que el mundo esta regulado por el azar, de que el futuro no existe. Algunos escapamos de ahí. Nos fuimos. Nos escondimos en el puerto, en las ciudades lluviosas del sur, en pensiones del centro de Santiago. Empezamos a disfrutar la soledad. Aprendimos a reconocernos a la distancia: una fuerza de gravedad común nos atraía a lo lejos. Nos emparejamos. Algunos seguimos bailando. Nos olvidamos del milagro y del vidente. Comenzamos a creer que todo era una farsa. El pasado no nos interesaba. El presente era nuestro. el pueblo nos asfixiaba, pero era lo único que teníamos, la geografía del valle como un mapa de nuestros afectos, como las coordenadas de nuestro corazón. Algunos aprendieron a tocar instrumentos y fundaron bandas. Algunos se pusieron a coleccionar discos. Construimos una mitología ahí, con esos pedazos, con ese sonido. La música siempre estaba sonando en alguna parte. Nos hicimos famosos por eso. Unos tipos armaron una banda punk y empezaron a tocar semana a semana en cuanto centro vecinal hubiese. Otros tipos que eran fanáticos de esa banda argentina que tenia un cantante italiano empezaron a hacer temas propios: largas piezas conceptuales que terminaban con tambores orgiásticos y explosiones siderales. Nos volvimos eruditos en reggae, en ska, en dub. Nos pintamos calaveras bailando en las poleras. No eran calaveras mexicanas. Todos los días era nuestro día de muertos. Leíamos fanzines argentinos que le llegaban por correo a algunos amigos. Faltaban años para el futuro. Nuestras novias y novios nos seguían la corriente. Teníamos peleas de pareja en la calle, de madrugada. Nos agarrábamos a gritos o teníamos sexo de pie, en la pared de las casas viejas del barrio norte que parecían venir de un pasado colonial que nunca existió.
Fragmento copiado sin permiso de la excelente novela Ruido del autor chileno Alvaro Bisama. Editada en el 2012 por Alfaguara.
Fragmento copiado sin permiso de la excelente novela Ruido del autor chileno Alvaro Bisama. Editada en el 2012 por Alfaguara.